Abandonó la esquina del bar La Unión pasada la media noche y se encaminó por las callejuelas de Retiro. Sentía frío pero no se prendió el abrigo, tal vez algún provincianito que recibió la paga de la quincena, se viera tentado por sus pechos prominentes y caderas anchas. Se detuvo en la vidriera de una zapatería y su mirada se fue hacia esos, tan parecidos a los que su vieja usaba en invierno. Los pies le dolían y tenía un agujero en la media, justo en el dedo gordo que chocaba contra la punta de cuero de sus tacoaguja. Siguió caminando.
Tras un rápido ejercicio mental sumó la plata que guardaba en la cartera. Le alcanzaba para un bife a caballo y una botella del vino de la casa. Decidida entró al restaurante. Mañana será otro día, se dijo mojando el pan en el huevo frito. De postre panqueques al ron: le fascinaba el fueguito azul que desprendían las manzanas ardientes. Después, café, coñac y un faso que aspiraba con fruición para arrojar el humo mientras contemplaba las volutas intoxicadas de recuerdos.
Dormitaba cuando se arrimó el mozo con la adición. “Señora…” dijo, levantando cada vez más la voz hasta que se atrevió a tocarla. Un golpecito en el hombro y ella se desplomó sobre el piso. Nunca más abrió los ojos.